domingo, 29 de mayo de 2011

Ciclos de Luna


“Luna, Lunita, no sé cuántos poetas te han amado con sus palabras, ni cuántos trovadores han fundido por ti su voz en las cuerdas de sus guitarras, pero han de haber sido tantos, que no dudo que algunos hayan logrado enamorarte. Y tú, con la mirada solitaria, te has quedado deseando haber nacido mujer, en vez de Luna.”

El tiempo se mecía en los últimos acordes de la tarde. Él venía, como de costumbre, viendo hacia abajo, no porque estaba triste, sino sumergido en sus sueños de héroe del futbol. Mientras caminaba su mirada recorría los dos metros de suelo inmediato para ubicar alguna piedra, que su imaginación transformaría en una bola profesional. Al patearla se pensaba en diferentes ángulos anotando el gol del triunfo, mientras multitudes coreaban su nombre, y en el alboroto de las graderías lo esperaba su papá para abrazarlo enloquecido y decirle las palabras mágicas: “me siento orgulloso de ti”. Esa era una frase que siempre le había provocado una bestial explosión de burbujas de colores en el corazón. Sus zapatos de tercer grado, con apenas cuatro meses de uso, ya dejaban ver que el encuentro con las piedras era algo más que habitual.

Faltarían unos doscientos metros para llegar a su casa cuando la noche decidió soplar la última vela de la tarde, y como él no disfrutaba la oscuridad, decidió correr ese pequeño trecho. Se entretuvo unos segundos con un par de luciérnagas que iban en su misma dirección, y por un momento añoró que fueran los ojos de su madre para cuidarlo en el camino. Al ver su juguetona intermitencia, tan luminosa y tan nítida, notó que se deslizaba en una noche sin luna. En los cien metros que a ese momento le quedaban de camino no pudo pensar en otra cosa que en la ausencia de la luna, quizá porque le hizo eco a la pregunta que la maestra había dejado de tarea.

Al llegar a casa, su papá lo esperaba como casi siempre, sentado en el corredor, escuchando alguna emisora de noticias que a él le parecía aburrida y que por alguna razón hacía la noche aún más oscura. Como de costumbre su papá lo abrazó como si fuera el único hijo, y lo besó en la frente al tiempo que le agarraba las orejas con un dejo de ternura y otro de majadería, pues le causaba mucha gracia saber que a su hijo eso no le gustaba.

Luego de tomar café, no tanto de la taza en sí como del pan con mantequilla que le encantaba mojar, se secó las manos con el limpión de la mesa, y trajo de prisa el cuaderno de tareas y el libro de ciencias. La prisa no era porque quería estudiar, sino para aprovechar que su papá aún seguía en la mesa. Buscó la página que dijo la maestra y empezó a leer. No pasaron tres minutos antes que su papá lo notara distraído, como recordando las luciérnagas del camino o quizá fueran los ojos de su madre, así que lo interrumpió preguntándole de que trataba la tarea. Le contestó que tenía que explicar por qué algunas noches había luna y otras noches no. Su padre se quedó en silencio un poquito, casi el mismo tiempo que tardó en caminar de la mesa al corredor. Desde allí lo llamó y le dijo: “Vení, que te voy a contar por qué a veces hay luna y a veces no”.

Dejó el cuaderno en la mesa, consciente de que era un momento solo para escuchar, al fin y al cabo los martes no era día de televisión, así que no había más que hacer tareas, aprender trucos con el naipe, armar el rompecabezas, leer, o escuchar historias. Se sentó a menos de un brazo de distancia de su papá, como una invitación tácita a que le acariciara la cabeza mientras le hablaba, y en efecto así empezó a contarle:

“Dicen los abuelos que muchos, pero muchos años atrás la luna adornaba cada noche del mundo. No se concebía noche sin luna. Cada charco, cada lago, cada ojo se bañaba toda noche de su luz. Era como el día con el sol; la pareja irrevocable de cada noche era la luna.

Por aquel mismo tiempo, en un pueblo pequeño, de esos donde el día se descobija a las cuatro de la mañana, había un trovador a quien le gustaba salir al campo por las noches con su guitarra y su perro, a cantar con el coro disparatado de grillos y chicharras. Se decía que su voz era tan bella que se le anudaba a la gente en los sentidos.

Aunque el trovador era ciego, no siempre lo fue. Sus padres le explicaron que sin razón aparente perdió la vista a los dos años, así que él no siempre estaba seguro de si las imágenes en su mente eran inventos propios, o eran fotos grabadas para siempre en su cerebro de cuando tuvo vista.

Un buen día, o mejor dicho, una buena noche, el trovador terminó de cantar algo que hablaba de la lluvia, y quizá por el tema o por el sonido del río que estaba cerca, se le antojó tomar un poco de agua. Así que se acercó a la orilla del río y metió su mano exactamente en el punto donde el agua reflejaba la luna. Bebió tres sorbos, quizá cuatro, ¡y de repente por gracia de Dios empezó a ver de nuevo! Al principio pensó que el agua había acelerado su imaginación, pero cuando notó como vibraba el reflejo de la luna en la corriente del río, cayó en cuenta de su milagro. ¿Un milagro de agua? ¿Un milagro de luna? Eso no importaba, al fin era un milagro de Dios que las creó a las dos.

Quería verlo todo, y en efecto, parecía tener dos años nuevamente por la forma en que tomaba los objetos para conocerlos, uno a uno y todos juntos. Por muchos días tenía la mirada insaciable. No le bastaba cada espacio de su casa, cada rincón del pueblo, no le bastaba toda la gente del mundo, quería ver más y conocer más; pero en las noches, el objeto que se recostaba por horas y horas en su retina era la luna. Cada noche era lo mismo, la contemplaba como asegurándose que si perdía la vista nuevamente lo que nunca olvidaría era su luna. “Su luna”, porque así empezó a llamarla: “mi luna”.

No le era suficiente con mirarla, empezó a hacerle canciones y poemas, y esperaba cada noche a estar solo con ella para cantárselas, como si con las palabras pudiera construir un puente entre los dos, que acortara la distancia; como si con la música pudiera acariciarla; como si las métricas y rimas fueran labios semiabiertos en sus labios.

No pasó mucho tiempo para que la luna lo notara. De hecho las gentes de otros pueblos empezaron a ver que la luna brillaba diferente en aquel pueblo, al que empezaron a llamar “El pueblo del trovador y la luna”.

¡Cómo luchó la luna para no enamorarse! Pero después de algún tiempo, hijo mío, ya no pudo más. Su frialdad de astro se fue derritiendo, y su núcleo de roca se fue fundiendo hasta quedar traspasada de amor; algo que ella nunca había sentido. Se descubrió viva, chispeante, y más bella que cualquier constelación.

Como de costumbre, el enamoramiento trajo consigo una cuota de sufrimiento. La luna se dio cuenta que en su condición de satélite jamás podría besar al trovador más que con su luz distante, nunca podría meter los dedos entre su cabello, ni sentir el pulso galopando por sus manos. De repente se vio atrapada en una tristeza honda, y sus lágrimas se hicieron parte permanente del paisaje de la noche. Dicen que las manchas que aún hoy se le ven, fueron precisamente los surcos de sus lágrimas.

Fue allí cuando tuvo que ir a hablar con Dios. Le explicó la situación, como si Dios no la conociera, y le pidió con insistencia que tuviera la gracia de convertirla en mujer, pues ya no quería ser más luna. Razonaron un rato. Dios le explicó que su existencia tenía un rol importante en el universo, además de que ella era una de las estrategias poéticas con las que Dios seducía al ser humano, a pensar en Él como Creador, pero la luna seguía en su ruego de ser mujer, de modo que llegaron al acuerdo de pensarlo un tiempo y volverlo a hablar.

Al cabo de días de espera tocaron el tema una vez más. Dios escuchó el corazón de la luna y vio que su enamoramiento se había convertido en amor, y el amor en sí mismo era una sinrazón suficiente. Eso fue lo que convenció a Dios. Decidió entonces que algunos días del mes la luna cumpliera con su rol de astro, y los otros días se convirtiera en mujer.

Es así hijo mío, como Dios hizo los ciclos de la luna, de modo que en las noches como esta, cuando no se ve en el cielo, es por que anda por allí en forma de mujer, de la mano de algún trovador que le cante enamorado.”

Al día siguiente, al regresar el niño de la escuela, y estar tomando una vez más café con su padre, éste le preguntó cómo le había ido con la tarea de los ciclos de la luna. Él fue a traer el cuaderno, se lo enseñó a su padre y le comentó: “la maestra me puso un cero pues esto no era lo que decía el libro de ciencias, ¡pero el profesor de música me puso un cien! Dijo que con esta historia se podían hacer muchas canciones; y hasta me pareció escucharlo murmurar que la maestra era su luna.”

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