La frustración
de José debió haberse desbordado en lágrimas, temor, ruegos y preguntas. Los dolores de su esposa se agitaban en
ciclos más cortos y punzantes. Ella, joven,
primeriza, inexperta, no quería angustiarlo más, pero su ropa no podía esconder
que la fuente ya se había roto. Alguien
había llegado primero que ellos a cada lugar digno para resguardarse y tener a
su bebé. Ni la hostilidad ni la noche hicieron
tregua. Una partera improvisada espanta a
los animales hacia otro abrevadero, mientras recuesta a María, sudorosa, dispuesta,
entre el heno del ganado. Urge a José a
conseguir agua limpia, y entre bramidos y berridos, la virgen escogida dio a
luz al niño prometido por la eternidad. No
fue una alineación de planetas, fue el corazón de Dios alineado al corazón de
los hombres. El amor de Dios escogió el
lugar menos apto para nacer, por eso tenemos esperanza.