Nada en esa noche era
diferente de todas las otras noches del mundo:
Como siempre, miles de
estrellas hiriendo la oscuridad profunda, como infinitas velas lejanas o gotas
disecadas de la última tormenta de luz que provocara un ancestral choque de
soles.
El frío metía igual sus
dedos congelados, con la complicidad del viento, por entre las ropas de la
gente.
La vida y la muerte,
como noche tras noche, recorrían el mundo de la mano, dejando sus canciones en cientos
de partos y en cientos de partidas.
¡Y qué decir de los
enamorados! No fueron diferentes esa
noche, bebiéndose el amor con la sed exacerbada de un desierto, tocándose la
piel como si tuvieran bocas y lenguas hambrientas en las manos.
Reitero, nada era
diferente esa noche:
La compañía y la
soledad, como espectros en esquinas opuestas del alma humana, pintaron como
siempre sus luces y sombras en los rostros de la gente.
Como todas las noches,
los privilegiados se irían a dormir tras un festín de gula, mientras la desbordante
mayoría disuadía la mandíbula y la tripa con algún caldo vacío.
Las mismas mareas
bailando al compás de los astros cercanos.
Las mismas piedras sentadas por todos los caminos. La misma luna tejiendo poesías en los ojos de
los hombres. Los mismos perros ladrando
sin razón a las sombras. Los mismos
ademanes de los árboles cuando los toca el viento. Los mismos ríos desbocados en la piel de sus
aguas.
La única diferencia de
esa noche fue el primer llanto de un recién nacido. No porque llorara con un sonido diferente a
cualquier otro niño. Sino porque quien alguna
vez dijera “que se haga la luz”, el que con su ciencia doblara y desdoblara el
tiempo, y con su simple aliento le diera dirección a las esquinas del viento, lloraba
por primera vez, como nosotros, los hombres.
Quizá de frío, quizá de hambre, quizá por el sobresalto de no estar ya más
en el vientre de su madre, igual que nosotros, los hombres. Fue la noche en la que Dios se hizo vulnerable.
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