El invierno en su cabello le daba más peso a la frase,
ya de por sí profunda, que soltara en mitad de la conversación. El
barítono de su voz le puso un aire de sentencia implacable, sublime como un
epitafio, e inmutable como el punto final de un libro: "Es que cuando
tenemos veinte años, creemos haber encontrado todas las respuestas".

Mientras la frase se desbordaba de la mesa, expandiéndose por el lugar como el aroma de las tazas de café, yo ya no pude escuchar nada más. Los que seguían hablando alrededor parecían solo mover sus labios sin emitir sonido.
¡Qué cierto! – me dije. En los veintes creímos saberlo todo,
entenderlo todo, haberlo descifrado todo.
Jurábamos tener el secreto de la vida develado clarito en las palmas de
las manos. Pero no. Es hasta más adelante, al sentir el arrastre
natural de los años, cuando la marea de la experiencia ya nos llega a la
cintura, que apenas empezamos a entender que ni la vida ni sus respuestas son
lineales; que hay espejos difusos, curvas, inclinaciones, cuestas, miradas,
palabras, follajes, argumentos, puertas sin manija, y ventanas trabadas, donde
a menudo se esconde la verdad; sepultada a veces en lugares perdidos, sin
cruces ni marcas.
Lo cierto es que con los años nos cruzan más preguntas
que respuestas, o para decirlo mejor: más preguntas sin respuestas. Cada vez son más comunes los: ¿Por qué me
pasa esto a mí? ¿Por qué tuvo que morirse?
¿Por qué no honró el compromiso? ¿Cómo es
posible que eso nos pudiera suceder? ¿Por qué se burló de mi? ¿Cómo
no pude verlo a tiempo? y un sinfín de “cómos” y “por qués” adicionales.
No somos pocos los que nos quedamos en el tiempo buscando
respuestas, como si el futuro estuviese dispuesto a esperar, como si una
respuesta fuera la carta de garantía para devolver el tiempo. Y no es que no sea importante cuestionar por
qué pasan las cosas, de hecho aprender de las experiencias implica estar
dispuesto a encarar preguntas serias y complejas. Pero debemos ser moderados y saber que en la
vida hay muchas situaciones donde toda respuesta se quedará corta, y las
razones por las que pasan algunas cosas, por lo menos en esta vida, no nos
serán reveladas.
No promuevo en estos párrafos simplemente seguir avanzando a pesar de los eventos críticos que nos suceden. De eso no se trata. Muchas veces se nos romperán las anclas que nos sostienen, y es crucial vivir el luto, reagruparnos, repensarnos, pero conscientes de que hay un punto de inflexión, un punto donde debemos asumir una postura sabia ante la ausencia de respuestas, tomar una vez más la bandera de la vida entre las manos, y decir como alguna vez reflexionó mi hermana en forma de consejo: “Yo la verdad ya decidí dejar de buscar respuestas”.
No es claudicar, es aprender a vivir. Al fin y al cabo, los viejitos más contentos
que conozco, esos que tienen llenitos los ojos, no son los que encontraron en
su camino todas las respuestas, sino los que aprendieron a caminar cargando con
sabiduría su saco de preguntas.
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