
Era un sábado por la mañana, con las mismas señas que cualquier otro sábado: se respira un aire mucho menos denso, la gente camina con ademanes más redondeados, se tolera un poco más el rojo del semáforo, y hay más ojos que se detienen en otros ojos. De hecho si la semana fuera un viaje en bicicleta, el sábado por la mañana sería un altiplano con sol y buena brisa.
Mis sábados son de hacer mandados desde temprano (aunque no debería de llamarlos “mandados” porque nadie me manda a hacerlos, yo los hago porque quiero :) ), y éste en particular no era excepción. Sustituí el Gel, cuya marca no recuerdo, por mi gorra azul de Hard Rock, y a la calle. Como era de esperar, 8 horas de sueño continuo me provocó una codicia digestiva solo tipificada por Dante, así que pasé primero a la misma cafetería de todos los sábados por la mañana.
Aunque el mesero me lo negó, era obvio que había un cambio de administración. La señora gordita que atiende no está (dicen que anda de visita en Nicaragua), y la mesa de la esquina ya no parece exclusiva para que la dueña del lugar lea La Nación. Como el nuevo mesero me indica que no hay jugo de naranja (otra sospecha del cambio de administración), me ofrece café, y con un gesto un poco despistado le digo que si, aunque no es mi costumbre tomarlo.
Mientras espero, me es difícil ignorar que ahora tienen “música ambiente”, aunque el calificativo de música definitivamente no cabe, así que trato de distraerme respondiendo algunos mensajes de texto. Como mi celular no tilda, me da una cierta risa interna al percatarme que los textos que estoy enviando tienen una caligrafía que le calza perfecto a la “música” de fondo.
Cuando me traen el café veo que viene negro. Le pido que me lo cambie por uno con leche, y el muchacho se acongoja y se disculpa por no haberme preguntado si negro o con leche, y yo, con un aire muy propio, me disculpo pues tampoco se lo mencioné.
Fue un evento tan simple y cotidiano como ponerse una media al revés, pero evidencia esa mala costumbre que tenemos algunos de asumir que es responsabilidad de los demás tener claras nuestras propias expectativas y saber lo que pensamos. De alguna manera creemos que hablar un mismo idioma es condición suficiente; o peor aún, asumimos que tener una misma meta, pertenecer a la misma familia, trabajar en el mismo departamento, o incluso ser pareja, ya habilita a la otra persona para adivinar nuestros pensamientos.
¿Y qué decir de los sentimientos? Somos poco entrenados en comunicarlos, y tras de eso tenemos la arrogancia de pensar que siempre es claro a los demás cómo nos sentimos o qué sentimos. Creemos que nuestros gestos o miradas son auto explicativos, y por eso nos hemos perdido de algunas conexiones emocionales significativas. Cuántos niños o parejas andan en sillas de ruedas emocionales porque alguien nunca dijo: “lo estás haciendo bien”, “estoy orgulloso de ti”, “te amo”, “eres importante para mí”.
Así que la próxima vez que hable con alguien importante en su vida, no olvide tomar tiempo para preguntarle y que le pregunten:
“¿Negro o con leche?”
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