
Me quedé unos
días aquí, aprovechando que le vuelo de regreso de Rwanda pasaba por Bélgica. Y pese a la belleza medieval y arquitectura flamenca
de la ciudad, lo estilizado de sus mujeres, su castillo, sus torres, sus
puentes, y los rincones exquisitos que parecen dispuestos para que los ojos no
se quieran ir jamás, hay una corriente indomable revolviéndose en mi sangre
desde la semana pasada en que visité el museo del Genocidio, en Kigali, Rwanda,
que no se va a aquietar hasta que escriba al respecto.
La relación
histórica entre Rwanda y Bélgica es sumamente estrecha, ya que fueron los
belgas quienes colonizaron al país africano.
No tengo información de cómo fue la conquista, aunque en su vecino Congo
fue devastadora. Sin embargo los
historiadores coinciden en que las conductas colonizadoras europeas fueron las
que alinearon las causas que han desembocado en el desangre moderno de las otroras
colonias, incluyendo el genocidio de Rwanda de Abril de 1994.
No hay
registro pre-colonial de divisiones, luchas, o competencia de poder entre la
mayoría Hutu y la minoría Tutsi. Fue
durante la colonia que se gestó el registro de las diferencias étnicas con
fines, si se quiere, académicos, pero que marcaron el inicio de la separación
entre hermanos, que provocaría la muerte de un millón y medio de Tutsis en tan
solo 100 días.
Podría
detenerme a describir con detalle las fotos reales que están en el museo del
genocidio, hacer conjeturas forenses de cómo murieron algunos Tutsi a partir de
los daños óseos de los cráneos conservados en las grutas, o incluso fundir mi
propio repertorio de palabras de odio con el sentido de injusticia que se
evidencia en el testimonio grabado de algunos sobrevivientes. Pero no lo voy a hacer, porque Rwanda ha
elegido el camino del perdón. Y no es
que crea que el perdón debe callar los daños o minimizar con el silencio las
atrocidades, sino que quienes fueron victimizados ya han expuesto y asumido los
detalles, como primer paso para sanar la devastación personal, familiar, civil,
y moral del país. Así que
solo voy a referirme brevemente a algunas de las sensaciones que me quedaron
impresas, como marcas de hierro caliente, en las paredes interiores del pecho
mientras iba recorriendo las estancias del museo:
- El corazón humano es inmensamente corruptible. Nuestras pasiones más oscuras lo deforman al grado de romper el límite de matar por matar, degradándolo a la saña de infligir sufrimiento, dolor, y agonía a otros, incluyendo niños, sin mostrar un segundo de vulnerabilidad ante su grito de clemencia.
- Lo que sucedió en Rwanda no fue, como alguien quiso explicar con simpleza, que se les metió el diablo. Fue más bien que unos pocos, con intenciones perversas y fines egoístas, sembraron el demonio del odio en las manos de las masas agitadas.
- El papel de la prensa para crear una ideología del odio, una retórica de la violencia, y la no solapada invitación a la acción degenerada, fue un bloque fundamental en la construcción social del genocidio.
- No fueron milicias externas, fue un movimiento interno gestado por el propio gobierno el que promovió y presupuestó la matanza de un grupo de sus ciudadanos. Los que debían proteger a la población fueron los que usaron contra ella las armas, como un padre masacrando a sus hijos.
- El mundo entero sabía desde 1990 la receta de muerte que se estaba cocinando en Rwanda. Algunas voces se levantaron, quienes podían no tomaron una acción inmediata para detener la sangre. Lamentablemente otra derrota política y práctica en la historia de la ONU.
- Más de 200,000 años de historia humana según la ciencia y aún no podemos decir que llegamos a un nivel de civilización que garantice que jamás ocurrirá un nuevo genocidio.
- Siempre hay gente que sopla con fuerza para mantener encendida la llama exigua de la esperanza. Gente a quien el puño intimidante del poder no le hace bajar la mirada. Gente con una luz interior que no se atenúa con la amenaza. Dispuestos literalmente a ponerle el pecho a las balas para que quede intacta la piel de los inocentes. Tal es el caso de Tonia Locatelli, una monja italiana a quien cobardemente mandaron al cielo antes de tiempo, en las gradas frente a su casa, en 1992, mientras ella levantaba la voz, escribía cartas de alerta, y escondía y alimentaba a los perseguidos ante la violencia ya en marcha. Su memoria es apenas honrada en el jardín exterior de lo que fue una iglesia católica en Bugesera, donde el gobierno mató a 10,000 Tutsis. Su tumba, sumamente humilde, como todo en la provincia más pobre de Rwanda, solo tiene una leyenda que se lee en 3 idiomas, aunque su historia y su nombre debieran ser conocidos por el mundo entero.
Aun en las dificultades más sombrías hay personas con una verdad más fuerte en el corazón. Quizá no todas logran llegar al otro lado de las sombras, pero sin duda nos dejan marcado el camino.
Que nuestro corazón jamás alimente el odio, que haya muchos padres de familia con la sabiduría de criar todas las imprescindibles Tonias que ocupamos en el mundo, y que tengamos la fibra para convertirnos nosotros mismos en una Tonia hoy que es tan necesario. Aun creo que la bondad es más contagiosa que la maldad.
Que nuestro corazón jamás alimente el odio, que haya muchos padres de familia con la sabiduría de criar todas las imprescindibles Tonias que ocupamos en el mundo, y que tengamos la fibra para convertirnos nosotros mismos en una Tonia hoy que es tan necesario. Aun creo que la bondad es más contagiosa que la maldad.
www.peterparedes.blogspot.com