Con solo 30
segundos de interactuar con él me di cuenta que era uno de esos niños que no me
gustan: agresivo, individualista, y de mala actitud, sin contar que parecía que
su camiseta la hubiesen usado de “trapo’e piso”. Sacó todas sus armas mientras jugábamos
fútbol. No era el niño de más edad ni el
más alto, pero si el más fuerte y aguerrido, particularmente implacable con los
errores de sus compañeros de equipo.
Tuve que llamarle varias veces la atención para que no los echara del
juego, aunque mi “spanglish” no servía de mucho, pues él refunfuñaba en Kiñaruanda
(lengua de Ruanda).
Dos días después
del “partido” lo vi de nuevo. Esta vez
estaba en una de las bancas de la clínica (si es que le cabe ese nombre a un
edificio sin facilidades básicas como agua, perdido en una esquina olvidada del
mundo), esperando que una de nuestras enfermeras lo atendiera. Cuando lo vi, él también me estaba viendo,
con los ojos curiosos de quien mira desde una estatura más baja. De inmediato lo reconocí y me acerqué efusivamente
para que nos saludáramos chocando un puño contra el otro. Me correspondió el puño, pero no la
sonrisa. El resto de la tarde lo observé
disimuladamente. Noté que trataba algunas
veces de adelantarse a la fuerza en la fila, generando anticuerpos (qué palabra
tan apropiada para la ocasión) entre las madres que también esperaban que
atendieran a sus hijos; pero como si estuviera acostumbrado al rechazo de la
gente, a él parecía no importarle nada.
Aun con mi
deficiente inteligencia emocional, me fue obvio que era un niño cuya familia,
si existía, lo tenía ayuno de cuidado y cariño.
Quizá de allí salía su agresividad.
La idea que me cruzó la cabeza, aunque lamentablemente no el corazón,
fue volver a acercarme, hablarle con la ayuda de un traductor, y despedirme con
un abrazo que lo hiciera sentirse apreciado.
Pero no lo hice. La razón aun no
la sé, aunque me he confrontado muchas veces.
Preferí la comodidad de ocuparme hacendosamente de mis labores de la
tarde, empacando medicinas y dirigiendo los pacientes a las filas apropiadas.
Las 2 horas
de regreso a la capital, Kigali, se me fueron rumiando mi abulia emocional y la
tristeza de perder la oportunidad (aunque suene pretencioso) de poner en el
corazón de ese niño un bloque, por más débil que fuera, donde él pudiera con el
tiempo anclar alguna esperanza, o enhebrar apenas el hilo frágil de sentirse
aceptado. Esa noche le rogué a Dios, con
el volumen quedo que genera la vergüenza de haber fallado en lo más básico, que
pudiera verlo otra vez. Solo nos quedaba
un día más en la clínica.
Preparé un
almuerzo extra en la mañana y aparté una de las bolas de fútbol nuevas que
entregaríamos en una escuela. Las horas en
la clínica se fueron evaporando de calor, los minutos morían estrangulados por
las manecillas decididas del reloj, y con ellos mi optimismo de que el niño
apareciera una vez más. Al fin y al cabo
no tenía por qué hacerlo, lo habían atendido el día anterior. Salí del edificio varias veces, tal vez
pudiera distinguirlo entre la gente que seguía esperando un campo fortuito para
ser atendida.

El almuerzo lo necesitaba y la bola lo ilusionaba, pero no dijo nada cuando los tuvo en sus manos. Esta vez sí me comporté como un hombre completo, sin mutilar las emociones, lo abracé, un par de veces. Él se mantuvo inmóvil, como si el abrazo fuera un estruendo extraño. Tampoco dijo nada. Pero al soltarlo para decirle adiós, algún ángel batió las alas: él aprisionó mi muñeca derecha con toda la extensión de su mano, como si asiera un ápice de certeza en fuga. Era su forma de decirme que no me fuera, la expresión burda o tosca, si se quiere, de mostrarme un despertar de su afecto. Y aunque fue solo la fuerza blanda de un niño sujetándome, logró que aún hoy sienta su mano marcada en mi muñeca.
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