domingo, 28 de febrero de 2016

Una mano marcada en mi muñeca

Con solo 30 segundos de interactuar con él me di cuenta que era uno de esos niños que no me gustan: agresivo, individualista, y de mala actitud, sin contar que parecía que su camiseta la hubiesen usado de “trapo’e piso”.  Sacó todas sus armas mientras jugábamos fútbol.  No era el niño de más edad ni el más alto, pero si el más fuerte y aguerrido, particularmente implacable con los errores de sus compañeros de equipo.  Tuve que llamarle varias veces la atención para que no los echara del juego, aunque mi “spanglish” no servía de mucho, pues él refunfuñaba en Kiñaruanda (lengua de Ruanda).

Dos días después del “partido” lo vi de nuevo.  Esta vez estaba en una de las bancas de la clínica (si es que le cabe ese nombre a un edificio sin facilidades básicas como agua, perdido en una esquina olvidada del mundo), esperando que una de nuestras enfermeras lo atendiera.  Cuando lo vi, él también me estaba viendo, con los ojos curiosos de quien mira desde una estatura más baja.  De inmediato lo reconocí y me acerqué efusivamente para que nos saludáramos chocando un puño contra el otro.  Me correspondió el puño, pero no la sonrisa.  El resto de la tarde lo observé disimuladamente.  Noté que trataba algunas veces de adelantarse a la fuerza en la fila, generando anticuerpos (qué palabra tan apropiada para la ocasión) entre las madres que también esperaban que atendieran a sus hijos; pero como si estuviera acostumbrado al rechazo de la gente, a él parecía no importarle nada.

Aun con mi deficiente inteligencia emocional, me fue obvio que era un niño cuya familia, si existía, lo tenía ayuno de cuidado y cariño.  Quizá de allí salía su agresividad.  La idea que me cruzó la cabeza, aunque lamentablemente no el corazón, fue volver a acercarme, hablarle con la ayuda de un traductor, y despedirme con un abrazo que lo hiciera sentirse apreciado.  Pero no lo hice.  La razón aun no la sé, aunque me he confrontado muchas veces.  Preferí la comodidad de ocuparme hacendosamente de mis labores de la tarde, empacando medicinas y dirigiendo los pacientes a las filas apropiadas.

Las 2 horas de regreso a la capital, Kigali, se me fueron rumiando mi abulia emocional y la tristeza de perder la oportunidad (aunque suene pretencioso) de poner en el corazón de ese niño un bloque, por más débil que fuera, donde él pudiera con el tiempo anclar alguna esperanza, o enhebrar apenas el hilo frágil de sentirse aceptado.  Esa noche le rogué a Dios, con el volumen quedo que genera la vergüenza de haber fallado en lo más básico, que pudiera verlo otra vez.  Solo nos quedaba un día más en la clínica.

Preparé un almuerzo extra en la mañana y aparté una de las bolas de fútbol nuevas que entregaríamos en una escuela.  Las horas en la clínica se fueron evaporando de calor, los minutos morían estrangulados por las manecillas decididas del reloj, y con ellos mi optimismo de que el niño apareciera una vez más.  Al fin y al cabo no tenía por qué hacerlo, lo habían atendido el día anterior.  Salí del edificio varias veces, tal vez pudiera distinguirlo entre la gente que seguía esperando un campo fortuito para ser atendida.

Con el tiempo ya vencido, mientras montaba los equipos al bus y tomaba las últimas fotos, vi otra vez su camiseta sucia aparecer en solitario.  La emoción disparatada me hizo correr en dirección opuesta, tal vez para traerle el almuerzo y la bola.  Al fin le pedí a uno de los intérpretes que no lo dejara irse.

El almuerzo lo necesitaba y la bola lo ilusionaba, pero no dijo nada cuando los tuvo en sus manos.  Esta vez sí me comporté como un hombre completo, sin mutilar las emociones, lo abracé, un par de veces.  Él se mantuvo inmóvil, como si el abrazo fuera un estruendo extraño.  Tampoco dijo nada.  Pero al soltarlo para decirle adiós, algún ángel batió las alas: él aprisionó mi muñeca derecha con toda la extensión de su mano, como si asiera un ápice de certeza en fuga.  Era su forma de decirme que no me fuera, la expresión burda o tosca, si se quiere, de mostrarme un despertar de su afecto.  Y aunque fue solo la fuerza blanda de un niño sujetándome, logró que aún hoy sienta su mano marcada en mi muñeca.

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martes, 16 de febrero de 2016

Cuando conocí a Beyonce

Niños pobres hay en todo el mundo.  Los he visto, como estampas ajadas, en las ciudades más famosas y también en las villas sin nombre.  Es difícil definir si he llegado al punto de indiferencia, lo que sí es un hecho es que me he acostumbrado a ellos, a fuerza de tantas veces que se han acercado a venderme “Chicles” en un semáforo en rojo, o flores en un restaurante.  Sin embargo hubo tres niños, en un viaje reciente a Ruanda, que me obligaron a sacudirme la costumbre, para verlos directamente a los ojos, o quizá es mejor decir, para encontrarnos mutuamente en la sed de nuestras miradas.

Hoy solo voy a escribir de uno de ellos.  Se llama Beyonce (así como lo lee).  De unos 3 o 4 años, con ojos preguntones y cachetes grandes.  Curioso por el ruido que hacíamos o por la bola de futbol, se acercó respetando una distancia prudencial, quizá porque los niños que jugaban conmigo eran mucho más grandes que él, de entre 8 y 12 años.  Cuando le tiré la bola tomó confianza, no para meterse a jugar con nosotros, pero si para acercarse junto a una de las piedras que marcaba la cancha improvisada que hicimos bajo algunos árboles y al lado de la clínica donde el equipo médico daba consulta.

Lo demás fue una marea de correteos, risas y piruetas, que terminó con Beyonce y otros dos intrusos pequeños, atrapados uno a uno en el columpio de mis brazos, balanceándose en turnos descompasados, que a mí me dejaron exhausto, pero con la fuerza fresca, y a ellos con una chispa de alegría garabateada en sus ojos, como si supieran que más que subirse en mis brazos, se me habían subido al corazón. 

Aprendí que aun en ambientes adversos, los niños pequeños tienen intacta la esperanza, y mientras lo escribo pienso que quizá esa fue la razón por la que el maestro dijera que debemos ser como niños.

www.peterparedes.blogspot.com