Vivió rompiendo los convencionalismos religiosos y sociales:
-Que la mujer vale igual que el hombre (Juan 8:4)
-Que se debe de hacer el bien a los que nos hacen mal (Mateo 5:39)
-Que perdonar no es opcional (Mateo 6:14)
-Que no todo lo que está a la vista es para verlo (Mateo 5:28)
-Que se debe amar a los enemigos (Mateo 5:44)
-Que el más importante no es quien tiene servidores, sino el que sirve a los demás (Mateo 20:25)
-Que lo inmaterial es lo que más valor tiene (Mateo 6:19)
-Que con la fe de la gente no se hace negocio (Juan 2:15)
-Que la preocupación por lo que no está en tu control no tiene sentido (Mateo 6:27)
-Que las buenas obras valen si tienes la motivación correcta (Mateo 6:1)
-Que el mayor regalo no lo hace quien da algo muy caro, sino quien comparte lo que necesita (Lucas 21:1)
-Que debemos aceptar a quienes nos son diferentes (Mateo 9:10)
Y murió consecuente a como vivió: entregando su vida por los que no podíamos pagar, mostrando que el amor no se trata de llenarse uno, sino de vaciarse por los demás.
viernes, 25 de marzo de 2016
lunes, 14 de marzo de 2016
Le pregunté su nombre y me dijo: "Yo te amo"
Los niños hacían una trabajosa
fila que cada 5 minutos fracasaba en su forma y propósito. Empujones, bromas, carcajadas, coladas, y amagos
de pelea; los güilas (como les decimos en Guadalupe) son igual de inquietos en
cualquier parte del mundo, como igual de posesivos nosotros, los hombres. Mi tarea de esa tarde era bastante fácil:
repartir cuadernos y lapiceros. La
cantidad que debía darle a cada niño era variable, nunca supe qué la
determinaba; al principio parecía ser el grado escolar del niño, pero luego más
bien algún criterio aleatorio del maestro que estaba conmigo.

En la hora y media que
tardó la actividad, pese al alboroto y las travesuras, siempre hubo un niño en
silencio. Era un niño triste. Aislado pero a la vez en medio de todos los
demás, como si lo envolviera un plástico difuso y melancólico que lo hacía
inalcanzable al ruido y al tacto de los otros niños. Sentado en el zacate, con la mirada en el
suelo, como si la ley de la gravedad pesara el doble en sus ojos. Esperando pasivo a que el maestro lo llamara
a la fila. Nadie se acercaba a bromearle
ni a jugar con él. Nadie fue a pedirle
que le enseñara los cuadernos, ni a mostrarle los suyos. Como si los demás niños no quisieran
contagiarse de algún recuerdo de manos anchas que a él lo tenía anudado de
adentro hacia afuera.
Ya sin más cuadernos
que repartir, le pedí a un traductor que nos acercáramos a hablarle. Sus brazos y sus piernas mostraban una
cicatriz extensa, de las rodillas a los pies y de los codos a las manos. Su voz leve se derretía al instante de tocar el
aire y era como si arrastrara una petición de perdón en sus palabras. Le pregunté la edad, en qué grado estaba,
cómo le iba en la escuela, y algunas otras cosas simples, tratando de agujerear
su silencio.

Sé que se requiere más
que eso, pero estoy seguro que cada vez que alguien llame a ese niño por su
nombre, serán para él palabras que lo ayuden a deshacer los nudos y sanar por
dentro.
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miércoles, 2 de marzo de 2016
La sentencia de Emiliano

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