lunes, 14 de marzo de 2016

Le pregunté su nombre y me dijo: "Yo te amo"

Los niños hacían una trabajosa fila que cada 5 minutos fracasaba en su forma y propósito.  Empujones, bromas, carcajadas, coladas, y amagos de pelea; los güilas (como les decimos en Guadalupe) son igual de inquietos en cualquier parte del mundo, como igual de posesivos nosotros, los hombres.  Mi tarea de esa tarde era bastante fácil: repartir cuadernos y lapiceros.  La cantidad que debía darle a cada niño era variable, nunca supe qué la determinaba; al principio parecía ser el grado escolar del niño, pero luego más bien algún criterio aleatorio del maestro que estaba conmigo.

Dentro del mar de niños agrupados alrededor de las cajas de cuadernos en varios puntos de la escuela, a mí me asignaron al grupo de los que llaman “Dream Boys”.  Son niños rescatados de las calles de Kigali, capital de Ruanda, y patrocinados por donadores independientes para estudiar en las escuelas fundadas por la organización Africa New Life.  Cuando pregunté por qué les llaman los “Dream boys” la respuesta se hundió con su descarnado filo metálico en la corteza flaca de mi tan diferente realidad: “eran niños sin sueños, pero ahora pueden soñar”.  Ahora los enlaza una familia grande y el nuevo suceso de recibir comida, cobija, cariño, valores, y educación, que de alguna manera les pone una hoja en blanco en una mano, y en la otra lápices de colores para que dibujen el futuro que les fue robado.

En la hora y media que tardó la actividad, pese al alboroto y las travesuras, siempre hubo un niño en silencio.  Era un niño triste.  Aislado pero a la vez en medio de todos los demás, como si lo envolviera un plástico difuso y melancólico que lo hacía inalcanzable al ruido y al tacto de los otros niños.  Sentado en el zacate, con la mirada en el suelo, como si la ley de la gravedad pesara el doble en sus ojos.  Esperando pasivo a que el maestro lo llamara a la fila.  Nadie se acercaba a bromearle ni a jugar con él.  Nadie fue a pedirle que le enseñara los cuadernos, ni a mostrarle los suyos.  Como si los demás niños no quisieran contagiarse de algún recuerdo de manos anchas que a él lo tenía anudado de adentro hacia afuera.

Ya sin más cuadernos que repartir, le pedí a un traductor que nos acercáramos a hablarle.  Sus brazos y sus piernas mostraban una cicatriz extensa, de las rodillas a los pies y de los codos a las manos.  Su voz leve se derretía al instante de tocar el aire y era como si arrastrara una petición de perdón en sus palabras.  Le pregunté la edad, en qué grado estaba, cómo le iba en la escuela, y algunas otras cosas simples, tratando de agujerear su silencio.

Cuando le pregunté su nombre levantó su carita y dijo: “Je t’aime”.  Tardé unos segundos para que mi cerebro se enterara que su nombre era “Yo te amo” en francés (esto por la influencia Belga en Ruanda), y otros segundos más en juntar del suelo algunos pedazos de mí que se cayeron ante el golpe y el peso de su nombre pronunciado por un niño.

Sé que se requiere más que eso, pero estoy seguro que cada vez que alguien llame a ese niño por su nombre, serán para él palabras que lo ayuden a deshacer los nudos y sanar por dentro.

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