Emiliano vive en una sociedad que parece tenerle pavor al
silencio. Él como muchos otros, porque tampoco podemos caer en la ceguera
de generalizar, desde que despierta en la mañana, y hasta que vuelve por las
noches a desvanecerse en la cama, tiene a su lado múltiples aparatos ruidosos
para entretenerse; trazo locuaz de su fobia al silencio. Y como la vieja
historia del huevo y la gallina, no sabemos si la constante exposición al ruido
degolló su capacidad de escucharse, o si su desesperada incapacidad de
escucharse lo empujó a exponerse al ruido constante. El caso es que hoy
la sentencia médica para nuestro aturdido Emiliano es indisputable: sordera de
sí mismo.
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