Ayer al final de la tarde me tomé, en una taza de tamaño que ahora asumo prohibitivo, un café con amaretto, al paso cadencioso de una buena conversación sin mayor estructura que el jugueteo azaroso y sinuoso de las ideas.
Esta es la razón por la que son las 3:43 am, y mis párpados insisten en resortear hacia arriba, como si el sol se paseara despacio por esta parte del mundo. Indiscutiblemente un odioso vestigio del "efecto cafeína".
Pero no todo ha sido malo en este inconsientemente auto-inducido insomnio. De repente, en el espacio de mil vueltas en la cama, se me enganchó en el anzuelo del alma, un pensamiento que se me antoja delicioso, revelador, y hasta un poco filosófico. Aunque se develó de golpe, las palabras se fueron esculpiendo con el movimiento desesperado entre una almohada y otra, el cambio repentino de costado, entre alisamientos de sábanas, y atrincheramientos de cobija; para desembocar en esta frase, que por la mañana sin duda me parecerá inconclusa y sin sentido, pero que esta madrugada la saboréo mientras va pasando de mi cerebro a las teclas del computador:
"Hoy me cruzan memorias de cuando, como hombres, descubrimos el fuego; persuadiéndonos por esto de habernos convertido en dioses"
Truéquese la palabra "fuego" por cualquier otra más acorde a la conciencia propia del lector.
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